El día se abría sin hacer ruido. La ciudad, envuelta en un gris templado, parecía flotar bajo un silencio contenido. Lena caminaba hacia el trabajo con el cuello del abrigo levantado, intentando convencer al cuerpo de que la normalidad seguía ahí, aunque solo fuera una apariencia.
El aire olía a pan recién horneado, a tránsito y a lluvia vieja. Por un momento creyó que todo era igual que siempre, hasta que, al pasar junto a un escaparate, notó su reflejo moverse con un segundo de retraso.
Solo un parpadeo.
Pero suficiente para detenerle el pulso.
Siguió caminando, negándose a mirar otra vez. Lo había aprendido: mirar demasiado tiempo a lo inexplicable lo hacía más real.
En la oficina, el murmullo de teclados y el tintinear de tazas llenaban el aire. Ana le sonrió desde su cubículo con ese gesto que decía “hoy no te interrogo”, y Lena agradeció el silencio implícito.
Encendió la computadora.
El monitor tardó en arrancar, más de lo habitual. Cuando por fin apareció el escritorio, notó al